miércoles, 7 de abril de 2010

El juego de los peones



Las piezas están colocadas de manera estratégica para efectuar una nueva jugada, puede que el movimiento decisivo.
Ambos alzan los ojos al mismo tiempo, intercambiando una mirada que va mucho más allá de lo que ninguno de los allí presentes puede imaginar. No necesitan de las palabras para comunicarse, les es suficiente un gesto tan simple como ese.
El tiempo se detiene y la partida pasa a un segundo plano.
Él curva los labios en una sonrisa imperceptible para todos menos para ella, y ella lo imita, reflejando exactamente el mismo gesto en su rostro, al igual que si de un espejo se tratase.
Cuando la gente parece haber desaparecido a su alrededor, alguien al fondo de la sala carraspea, recordándoles que no están solos. Un sonido débil y lejano que sirve para traerlos de vuelta a la realidad.
El juego llama de nuevo su atención. Después de todo, es a eso a lo que han ido allí. Ambos compiten por el mismo premio, y mientras se encuentren rodeando a ese tablero, no deben olvidar que son rivales.
Ella alza la mano y la detiene, indecisa, sobre un peón cualquiera.
Un nuevo cruce de miradas.
Un nuevo atisbo de sonrisa.




No era la primera vez que se preguntaba cómo la vería la gente desde afuera. Resultaba curioso, Elena se pasaba el día observando a los demás, pero en ocasiones sentía como si ella fuese completamente invisible a los ojos del mundo.
Y aquella era una de esas ocasiones.
Suspiró con fuerza.
Aferrada a su pequeña maleta, permaneció inmóvil en mitad del vestíbulo mientras Juanjo se hacía con las llaves de sus habitaciones. Cualquiera tacharía su actitud de ridícula, pero no podía evitar sentirse insignificante al verse rodeada de tantos desconocidos. Tenía la sensación de estar fuera de lugar. Juanjo, su tío, se había equivocado al elegirla a ella en lugar de a Carlota; no era Elena la mejor de las dos, y aquel torneo requería precisamente a la mejor.
Conteniendo un nuevo resoplido, se concentró en espantar de su mente todos aquellos pensamientos negativos. No llegaría lejos si se aferraba tanto a ese pesimismo.
Se acercó al enorme ventanal que cubría la pared frontal y echó una ojeada rápida a la calle. Seguía nevando. Elena entreabrió los labios y soltó todo el aire de golpe, empañando el cristal con la calidez de su aliento. Sonrió, de igual forma que habría hecho una niña pequeña, y con el dedo índice dibujó en la ventana la inicial de su nombre.
Se mordió el labio y, sin borrar un ápice su sonrisa, volvió a girarse hacia la recepción del hotel.
Fue entonces cuando le vio por primera vez.
Sentado tan solo a un par de metros, con un ajedrez electrónico descansando sobre sus rodillas, también él tenía sus ojos fijos en ella.
Elena bajó la cabeza, azorada, y maldijo a Juanjo por tardar tanto en reunirse con ella. ¿Qué estaba haciendo? De sobra sabía su tío lo que le costaba desenvolverse por su cuenta.
De nuevo se situó de cara a la ventana, dándole la espalda al joven desconocido. En la calle dos niños peleaban con bolas de nieve, y por un momento consiguió transportarse hasta allí. Se acordó de su hermana, Carlota, y de cómo se entretenían con esas guerras cuando visitaban a su abuela en el pueblo.
Por un momento consiguió evadirse de la realidad.
Solo por un momento.
Un hormigueo en la nuca le indicó que él aún seguía con la vista fija en ella. Se ladeó con un cuidado excesivo y fingiendo interés en los diversos turistas que atiborraban el vestíbulo, le miró con disimulo.
Tenía el pelo de un color rojo intenso, peinado de tal forma que ni uno solo de sus rizos estaba fuera de lugar, y su piel, de tan pálida que era, parecía brillar bajo la luz de los fluorescentes. Sus ojos, oscilando entre el azul y el verde, resplandecían con un destello capaz de acaparar la atención de cualquiera que se detuviese a mirarlos.
No era guapo —o, al menos, no el tipo de hombre al que Elena llamaría guapo—, pero era innegable que poseía cierto atractivo.
El sillón en el que estaba sentado parecía demasiado pequeño para él, como si sus piernas fuesen más largas que el tamaño requerido por el asiento. Tenía brazos fuertes y manos grandes, de ese tipo de manos capaces de sostener todo lo que se propongan.
Tardó un par de minutos en apartar la vista de ellas. Se podía saber mucho de una persona gracias a sus manos, y era siempre en lo que Elena se fijaba primero. La forma de moverlas o de gesticular con ellas, su fuerza, su gracia… pequeños detalles que mostraban la personalidad incluso mejor que los propios ojos.
Las manos de aquel joven eran grandes, pero delicadas y elegantes. Tenía dedos largos, como de pianista, y su palidez les otorgaba un aire distinguido. Eran unas manos bonitas.
Elena apartó entonces la mirada con rapidez, dándose cuenta de que llevaba más tiempo del permitido mirándole fijamente, y fingió examinar un cuadro colgado en la pared opuesta a la del ventanal. Se colocó un mechón de su melena castaña por detrás de la oreja y volvió a mirar al pelirrojo por el rabillo del ojo. Sus mejillas se encendieron al comprobar que él seguía observándola con detenimiento. Su corazón pegó una pequeña sacudida y al momento lo sintió latir de forma desbocada. En un gesto involuntario, se llevó una mano al pecho. Las palpitaciones rebotaron contra su palma al mismo tiempo que los labios de él se curvaban en una sonrisa.
Ese gesto dejó a Elena sin aliento.
¿Por qué sonreía? ¿Acaso era capaz de escuchar sus latidos con la misma intensidad que ella? No quiso hacerlo, pero se ruborizó. Las mejillas le hormiguearon y a los dos segundos las sintió arder. Entreabrió los labios y exhaló un suspiro, preguntándose tontamente la razón de que sus nervios estuviesen tan a flor de piel.
—Es increíble lo que tardan en hacer un simple registro.
Esa voz, tan familiar y tan lejana al mismo tiempo, consiguió pinchar la burbuja que Elena había creado a su alrededor. Volvió a suspirar y cerró los ojos, tomándose el tiempo necesario hasta que sus manos dejaron de temblar.
—¿Elena? —la llamó Juanjo, ocultando la preocupación tras una sonrisa— ¿Te encuentras bien?
Ella asintió, mirándole por primera vez desde su aparición y aparentando calma.
—Estarás cansada del viaje, es lógico. —su tío rebuscó entre todos los papeles que sostenía y la entregó la tarjeta de la habitación— Ten, planta segunda, habitación 234.
Volvió a asentir, al igual que hubiese hecho un autómata, y recogió del suelo su maleta. ¿Cuándo la había posado?
Juanjo le pasó una mano por la espalda y la guió hacia el ascensor, como si temiese que se fuese a desfallecer en cualquier momento. Cuando, tras pulsar el botón de llamada, las puertas se abrieron, Elena buscó desesperadamente la mirada de aquel muchacho.
Seguía en el mismo sillón, aún con un destello de sonrisa asomando a sus labios, y mirando también hacia ella.
—Juanjo… —comenzó, dubitativa— ¿Quién es él?
Acompañó la pregunta con un gesto disimulado del brazo, indicándole a su tío la dirección correcta en la que mirar.
—Igor Vlasi. —contestó, con una sonrisa amistosa— Mañana competirás contra él.



Elena apretó los labios e intentó mirar hacia el tablero con algo de perspectiva, rogando para que las piezas le diesen la solución a la jugada.
Debía ser ya casi medianoche, pero tenía los nervios demasiado alterados como para pensar en dormir. No estaba preparada para competir oficialmente, por mucho que Juanjo pensase lo contrario.
Infló los mofletes y dejó salir el aire mediante un soplido. Estaba cansada. El ajedrez siempre producía ese efecto en ella, desde que era una niña. Le gustaba jugar, pero le gustaba hacerlo por ocio más que por obligación, y con Juanjo siempre se sentía obligada.
Cerró los ojos y dejó que sus ideas fluyesen libres por su cabeza. Necesitaba descansar la mente para poder pensar con claridad.
Igor Vlasi.
La intensidad con la que ese pensamiento se hizo paso a través de los otros la sorprendió. Respiró hondo, abrió los ojos, y fijó la vista de nuevo en el tablero. Incluso los trebejos parecían susurrarle cada una de las letras de ese nombre.
Y entonces, como por arte de magia, una mano salida de la nada realizó el movimiento que ella llevaba tanto rato intentando descifrar.
Elena alzó los ojos casi con miedo, sabiendo de antemano a quien se iba a encontrar frente a ella: Igor Vlasi.
Abrió la boca y emitió alguna frase carente de sentido.
Él sonrió y se sentó en el asiento que quedaba libre frente al tablero, colocando las piezas de nuevo en su lugar.
—¿Qui… quieres que juguemos? —preguntó, señalando con un gesto de la mano.
Igor contestó algo en un idioma que a Elena le sonó a ruso, aunque en toda su vida había escuchado a alguien hablar en ruso. Tomó su intervención por una afirmación y realizó el primer movimiento, más pendiente de los delicados gestos de Igor que de sus propias manos.
—Hace tiempo que no juego, así que no esperes demasiado de mí. Me enfadé con mi tío y estuve varios años alejada de todo.
Cuando Igor contraatacó, lo hizo pronunciando también su frase. Susurraba las palabras de tal forma que Elena se sintió envuelta por su voz. Una voz que, al igual que todo lo referente a él, era suave y cálida.
—Carlota es mejor que yo —continuó diciendo, tras sacudir la cabeza y fijar la vista de nuevo en el juego—. Además ella disfruta con las competiciones. Ha ganado algunas cuantas, a nivel nacional, y no demasiado importantes, pero está más preparada que yo para esto.
Él dijo algo, y por el tono empleado se pareció más una pregunta que una sentencia. Elena le contestó de igual forma que si hubiese entendido cada una de sus palabras.
—¿Carlota? Es mi hermana.
Frunció la frente y la miró con intensidad, al mismo tiempo que de entre sus labios se escapaba un «Carlota» pronunciado con un exagerado acento eslavo. Tardó varios segundos en comprender que intentaba saber su nombre.
—No —sonrió sin poder evitarlo—. Yo no soy Carlota, yo soy Elena.
—Elena… —repitió él, saboreando cada una de sus letras.
Entrecerró los ojos y dejó que sus labios volviesen a pronunciar el nombre, como si estuviese sopesándolo. Elena se mordió un dedo y lo miró con atención, esperando con la misma ansiedad con la que esperaría el veredicto de un jurado. Al cabo de unos segundos, cuando Igor curvó una sonrisa, ella consiguió al fin relajar los músculos. Fuese cual fuese la conclusión a la que había llegado, esta debía de ser buena si sonreía de esa forma.
Inclinó levemente el cuerpo hacia delante y posó una de sus enormes y pálidas manos sobre el pecho.
—Igor. — dijo, con un tono algo más grave del que había empleado para «Elena».
—Lo sé… —contestó ella, sin saber muy bien lo que decía.
Igor volvió a llamarla por nombre, y pronunció después unas palabras totalmente extrañas. Permaneció un instante en silencio, y al ver que Elena seguía inmóvil, señaló el tablero.
Pegó un leve respingo. Le tocaba mover ficha.
Emitió un suspiro disimulado al mismo tiempo que desviaba la vista hacia el juego. Le gustaba el acento con el que Igor pronunciaba su nombre. Lo hacía sonar diferente, como nunca antes lo había escuchado en boca de nadie. Hacía que pareciese único.
—Te toca. —le avisó después de terminar la jugada, sin mirar hacia él.
Se concentró en sus manos y en su voz. Parecía seguro de sí mismo, tanto en sus movimientos como en sus frases. No podía entender lo que decía, pero sabía que lo hacía sin ningún titubeo. Cuando se quiso dar cuenta, Elena se encontró totalmente atrapada por esa forma tan fascinante que tenía Igor de hablar.
Las horas pasaron y la noche se hizo menos noche. Terminaron la partida y comenzaron otra, siempre con esa conversación tan particular que habían establecido. Elena no podía comprender sus palabras, pero sentía que había algo que los unía a ambos. Un nexo invisible pero fuerte, algo que solamente ellos eran capaces de apreciar.
Hablaron de todo y de nada. Se confesaron secretos, miedos, sueños… crearon un mundo propio. Un lugar de ellos y de nadie más, un sitio en el que Elena imaginó que no existían los idiomas ni los países. No importaba de qué forma hablasen, ellos sabrían perfectamente lo que se estaban diciendo.
Elena, Elena, Elena...
Cada dos por tres Igor repetía su nombre, deleitándose con cada letra, como si temiese olvidar su sonido. Y ella no podía hacer más que sonreír, porque podría pasar horas escuchando «Elena» de sus labios.
—¿Nunca te has cansado de todo esto? —le preguntó, después de haber terminado la segunda partida.
Igor la miró desde el suelo, expectante. Se había tumbado sobre la moqueta de tal forma que la cabeza quedaba a los pies de una de los enormes ventanales, y parecía esperar con ansia a que la voz de Elena sonase de nuevo. Ella se tendió a su lado y fijó los ojos en las estrellas que aún perduraban en el cielo.
—Siempre me cansó este juego —continuó diciendo, sintiendo la mirada de Igor clavada en su perfil—. Cuando Carlota y yo éramos pequeñas, solíamos esperar a que mamá saliese de trabajar con Juanjo, merendando o haciendo los deberes en su casa. Yo fui la primera de las dos en mostrar interés por el ajedrez. Mi tío pasaba las horas sentado frente a un tablero, sin hacernos más caso del necesario, y un día descubrí que las piezas ejercían sobre mí una extraña fascinación. Él no tardó demasiado en darse cuenta de mi afición, y se empeñó en que, tanto Carlota como yo, tomásemos clases. Pasó el tiempo, y mientras que el interés de mi hermana aumentaba día a día, el mío permanecía siempre estancado. —tragó saliva y se permitió unos segundos antes de continuar con su historia. Era la primera vez que Elena expresaba en voz alta esos sentimientos, y la calma que estaba experimentando la sorprendió—. Recuerdo el día de mi primera competición, la primera importante, quiero decir. Tenía diecisiete años, y apenas dos horas antes del evento, me asusté. Apareció ante mis ojos la imagen de Juanjo y la vida que mi tío llevaba. Vivía por y para el ajedrez, y Carlota parecía seguir su mismo camino. Pero yo era diferente… yo quería algo más.
Dejó que el volumen de su voz se fuese apagando y se perdió en los recuerdos. Elena quería algo más, y por eso se marchó. Se alejó del ajedrez, de Juanjo, de su hermana y hasta de su madre.
Miró a Igor y comprendió que en él había encontrado eso que con tantas ansias había estado buscando. Le sonrió y él hizo algo totalmente inesperado: alargó una mano y acarició la mejilla de Elena, atrapando entre sus dedos una lágrima furtiva.
Cerró los ojos y por un momento contuvo el aliento. Igor se entretuvo varios segundos con la palma apoyada contra su rostro, deslizándola de forma lenta hacía la mandíbula y el cuello. Su contacto era electrizante, frío y cálido al mismo tiempo. Un estremecimiento recorrió su espalda y un suspiro se escapó de entre sus labios.
—Elena. —susurró él, esta vez con un cariz diferente, casi con urgencia.
Ella abrió los párpados y volvió a clavar sus ojos en los de Igor, los cuales se encontraban ahora a pocos centímetros de los suyos.
—Háblame —le pidió—, necesito escuchar tu voz.
Y de igual forma que si pudiese comprender sus palabras, Igor comenzó a hablar. Apartó la caricia del cuello y buscó a tientas la mano de Elena. Ella entrelazó los dedos y dejó que su voz la envolviese una vez más. Viajó de nuevo hasta ese mundo propio, hasta ese lugar en el que él hablaba exclusivamente para ella. Elena acurrucó la cabeza contra el hombro de Igor y así, imaginando un idioma único para ellos, se dejó vencer por el sueño.




Una sala llena de gente, una mano inmóvil sobre el tablero.
Una sonrisa cómplice que solamente ellos comprenden.
Él busca sus ojos e intercambian una nueva mirada, una mirada que a ella le dice más que todas las palabras del mundo.