viernes, 25 de junio de 2010

Llueve sobre mojado


Llueve sobre mojado



Odio la lluvia.

Recuerdo que de pequeña, cuando llovía, en vez de divertirme saltando en los charcos del patio como los demás niños, yo prefería escabullirme hasta el hueco que había bajo las escaleras más cochambrosas del colegio. Ahora, veinte años después, siento la misma necesidad de huir de este chaparrón que más bien parece el diluvio universal.

Pero, desgraciadamente, estoy sola ante el peligro.

Bueno, sola, lo que se dice sola, no. Me acompañan las más de quince personas que hacen cola conmigo en la parada del autobús.

Haciendo malabarismos con las muletas, recargo el peso de mi cuerpo sobre la pierna buena. Estoy calada, se me han irritado las manos y me duele terriblemente el pie del esguince. Hoy es uno de esos días en los que siento que no debería haber salido de casa.

Una señora pasa por mi lado y me empuja sin ningún atisbo de culpabilidad. Tengo que hacer grandes esfuerzos por no gruñirla. Ya es lo último que me faltaba… No basta con que no me hagan un hueco en el banco de la marquesina, ni con que tampoco me permitan resguardarme bajo el tejadillo —a pesar de que todas ellas vienen muy bien equipadas con sus paraguas gigantescos—, sino que ahora también tengo que soportar sus empujones.

Y para colmo, el autobús viene con retraso.

—¡Joder, tenga más cuidado! —grito cuando una nueva señora me arrolla desde atrás.

—Oh, lo siento querida —me dice, aunque su expresión anuncia que no lo siente en absoluto.

Con todo el descaro del mundo, se hace con un sitio en el banco, no sin antes desplazar considerablemente a una mujer que se resguarda allí junto con dos gemelas de unos tres años.

Escucho una risa ronca por detrás y me volteo abruptamente. Un muchacho me mira con complicidad, aunque yo no estoy de humor para tonterías y le vuelvo a dar la espalda sin más miramientos.

—Si quieres, te puedo espantar a un par de viejas —me susurra casi al oído.

Con la agilidad que la lesión me permite, intento alejarme todo lo que puedo —odio a los babosos tanto como a la lluvia—, pero me tropiezo con las muletas y el joven me sujeta por el codo para impedir mi caída.

Genial.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Estupendamente, ¿no lo ves?

Él vuelve a reírse y yo volteo los ojos. Y entonces hace algo totalmente inesperado: se quita su cazadora y, a modo de toldo, la pone por encima de nosotros.

Le miro atónita.

—Estás empezando a chorrear —me dice, y sonríe con picardía.

Lo cierto es que así estoy un poco mejor, así que no protesto por su excesiva confianza y me relajo.

—Soy Pablo.

—María —contesto.

Y justo cuando estoy por formar mi primera sonrisa, un camión pasa por delante de la marquesina y nos empapa a todos. Pablo maldice y las señoras se escandalizan, pero yo rompo a reír como una histérica, porque ya no soy la única idiota que chorrea agua.

miércoles, 12 de mayo de 2010

RESEÑA - Los juegos del hambre


Todo el mundo habla maravillas de este libro, todo el mundo lo recomienda encarecidamente, todo el mundo dice lo genial, cruel e increíble que es... ¿Un consejo? Haced caso.

Llevaba meses aplazando su lectura, porque cuando todos hablan tan bien de algo, inevitablemente, tú te terminas decepcionando. Es malo eso de leer con expectativas... Y, además, ni la portada ni la sinopsis me llamaba especialmente la atención. No creía que fuese "de mi estilo". ¡Qué equivocada estaba!
El libro es genial, increíble. No hay otra forma de definirlo.

Intentaré hacer una entrada sin muchos spoilers, a ver si consigo no meter ninguno, porque las sorpresas son el punto fuerte de la trama (más sorpresas en el segundo libro, pero ese es otro tema y me centraré nada más en el primero).
Estamos ante un futuro en el que la sociedad de Panem (País situado donde ahora tenemos Norteamérica, que se divide a su vez en 12 distritos) se encuentra bajo la tiranía de el Capitolio.
Cada año, el Capitolio organiza un espectáculo con el que pretender recordar y castigar a los distritos por una rebelión que tuvo lugar en el pasado, en donde los 12 distritos existentes fueron derrotados y un decimotercero fue destruido.
¿En qué consiste este espectáculo? Pues es una especie de Gran Hermano salvaje.

En "Los juegos del hambre", nombre que tiene el concurso, se eligen dos tributos por distrito (dos concursantes, chico y chica). Son elegidos al azar entre todos los jóvenes de entre 12 y 18 años de cada distrito. La participación en el sorteo es obligatoria y no presentarse supone la muerte.
Los 24 concursantes totales son soltados en La Arena, que varía cada año. Bien puede ser una selva, un bosque salvaje, un desierto, el hielo... y lo que deben de hacer es sobrevivir, ni más ni menos. Se deben matar entre sí y escapar de las trampas que el capitolio les ponga, y buscarse medios con los que alimentarse, porque el juego solo terminará cuando únicamente quede un tributo con vida. Y todo esto es televisado, por si no lo había dicho.

En fin, que como podéis adivinar la tensión y la emoción están aseguradas. Es un libro adictivo: una vez que empiezas, no puedes dejarlo. Yo me llegué a quedar hasta las 5 de la mañana leyendo. Acababa un capítulo y decía "venga, otro más y me duermo", y así uno, y otro, y otro, y otro...

La historia lo tiene todo: hay momentos en los que me tuve que tragar las lágrimas, hay escenas que me arrancaron sonrisas, hay partes en las que dan ganas de gritar de frustración... Vives lo que viven los personajes.
Además es muy dinámico. Esta escrito en primera persona y en presente, y a mí esta técnica me suele enganchar más. Me da la sensación de estar más en la piel del protagonista... no siempre, depende del libro y del autor, claro, y al principio siempre me tengo que hacer a leer de esta forma. Pero en este libro me pega. Me gusta el resultado. Le da dinamismo.

Los personajes, que ya es hora que os hable un poco de ellos, por lo general se hacen querer.
Katniss es nuestra protagonista. Me gusta su forma de ver las cosas. Me gusta su confianza, que a veces se convierte en inseguridad. Me gustan sus actos impulsivos, que hacen que, la mayoría de las veces, se arrepiente de sus acciones nada más llevarlas a cabo. Me gusta la forma que tiene de analizar las situaciones, como consigue, muchas veces, dejar de lado los sentimientos y ver las cosas desde una perspectiva más fría. Me gusta como lucha por lo que cree que es correcto. Me gusta su valentía y su fuerza. Y me gusta que sabe darse cuenta de sus errores y de sus meteduras de pata, y que sabe pedir perdón si hace falta decirlo.
Lo que menos me gusta de ella es lo cerrada que es para verse a sí misma y para ver la imagen que los demás tienen de ella. Es muuuuy lenta y tarda mucho en darse cuenta de estos detalles. Pero esto le da cierto encanto también... por lo que también me gusta :P

Los demás personajes son bastante aceptables. Mucho. Se les quiere.
Me encanta Cinna, en serio. Su trabajo como diseñador es simplemente genial y como persona es un auténtico encanto. Y lo mismo podría decirse de su equipo... son más "locos" y más "escandalosos", pero forman un grupo de primera, con muy buenos sentimientos todos. Pero Cinna se lleva la palma. Es esa clase de personas que te da confianza aunque las acabes de conocer.
De Peeta no hablo, porque me muero de amor con él. ¿Cómo alguien puede ser taaaan adorable???? Me encanta, me encanta, me encanta.
Gale es muy majete también, aunque no nos dejan conocerle mucho en este primer libro.
Hasta Haymitch es muy abrazable. A su modo... pero es esa clase de personajes que los quieres sí o sí. Desastrosos con un corazón enorme, aunque este a veces parezca más duro que una piedra, y aunque en muchas de sus apariciones esté más borracho que una cuba.
Rue... otra que tal. A Rue la quieres nada más aparecer, aunque es tan lista que a veces no sabrás qué pensar. Pero la quieres, porque a Rue hay que quererla.

Luego, claro, tenemos a "los enemigos". Aparte de la gente del Capitolio (gente importante, con poder, como el presidente y eso) están los otros tributos. Los tributos profesionales, esos que van a la Arena a matar sin importarles nada... a esos no los puedes querer, por supuesto. Pero claro, en este libro, en el que la trama gira en torno a unos juegos en los que deben matarse los unos a los otros, ¿os esperabais otra cosa? Tiene que haber este tipo de personajes sanguinarios, burros y mortíferos.


Y me despido ya, que tampoco es bueno hablar demasiado del libro. Tenéis que leerlo, y creo que no me equivoco si digo que cuanto menos sepáis de él, mucho mejor. Hay que dejar que lo descubráis solos ;)
Aunque he conseguido que me quede una reseña medianamente decente sin meter spoilers... que no sabéis lo difícil que me ha resultado, xD

viernes, 7 de mayo de 2010

Miedos infantiles


Mamá y papá están gritando, y a mí me da susto. Como cuando Pedro empuja mi sillita rápido, muy rápido, y yo creo que me voy a caer. Porque los papás y las mamás no se gritan. Y porque mamá así se parece a como se pone la abuela Rosa cuando Pedro hace algo muy malo. Y a mí la abuela Rosa me da susto.
—¿Y acaso la culpa es mía? ¡SERÁS CABRÓN!
—¡Mucho cuidado, Rocío! No me faltes al respeto.
—¡Ahí tienes la puerta, ya sabes lo que tienes que hacer si no te gusta lo que hago!
—Ya, eso es lo que a ti te gustaría, ¿verdad?
Y mamá entones se ríe. Y papá vuelve a gritar. Y yo no sé lo que dicen, pero sé que son cosas feas. Además, me pone triste que ellos se enfaden. ¿Pueden los papás enfadarse tanto hasta desaparecer? No quiero que papá desaparezca.
—¿Qué haces aquí, enana? Vamos…
Es Pedro. Me coge la manita y me lleva a su cuarto. Pedro nunca me deja jugar en su cuarto.
—Te acostumbrarás a los gritos.
Y ahora tengo menos susto, porque Pedro está aquí. Y porque desde su cuarto no se escucha nada.


*^*^*^*^*^*^*^*^*^*^*

Escena escrita para Travesía Literaria en la que hay que contar en menos de 200 palabras lo que la niña de la foto está mirando, poniéndonos en su lugar y viendo las cosas tal y como ella las vería.

jueves, 6 de mayo de 2010

Travesía Literaria: El sitio perfecto para dejar viajar a la imaginación


Una comunidad de escritores, lectores y poetas.
Viajamos a través del mundo de las palabras en busca de un lugar en el que expresar todas aquellas ideas que van formándose en nuestras cabezas.
Hemos llenado la maleta de folios en blanco, de tinteros y de libros, y estamos ansiosos por encontrar a más andantes con los que compartir nuestras posesiones.
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miércoles, 7 de abril de 2010

El juego de los peones



Las piezas están colocadas de manera estratégica para efectuar una nueva jugada, puede que el movimiento decisivo.
Ambos alzan los ojos al mismo tiempo, intercambiando una mirada que va mucho más allá de lo que ninguno de los allí presentes puede imaginar. No necesitan de las palabras para comunicarse, les es suficiente un gesto tan simple como ese.
El tiempo se detiene y la partida pasa a un segundo plano.
Él curva los labios en una sonrisa imperceptible para todos menos para ella, y ella lo imita, reflejando exactamente el mismo gesto en su rostro, al igual que si de un espejo se tratase.
Cuando la gente parece haber desaparecido a su alrededor, alguien al fondo de la sala carraspea, recordándoles que no están solos. Un sonido débil y lejano que sirve para traerlos de vuelta a la realidad.
El juego llama de nuevo su atención. Después de todo, es a eso a lo que han ido allí. Ambos compiten por el mismo premio, y mientras se encuentren rodeando a ese tablero, no deben olvidar que son rivales.
Ella alza la mano y la detiene, indecisa, sobre un peón cualquiera.
Un nuevo cruce de miradas.
Un nuevo atisbo de sonrisa.




No era la primera vez que se preguntaba cómo la vería la gente desde afuera. Resultaba curioso, Elena se pasaba el día observando a los demás, pero en ocasiones sentía como si ella fuese completamente invisible a los ojos del mundo.
Y aquella era una de esas ocasiones.
Suspiró con fuerza.
Aferrada a su pequeña maleta, permaneció inmóvil en mitad del vestíbulo mientras Juanjo se hacía con las llaves de sus habitaciones. Cualquiera tacharía su actitud de ridícula, pero no podía evitar sentirse insignificante al verse rodeada de tantos desconocidos. Tenía la sensación de estar fuera de lugar. Juanjo, su tío, se había equivocado al elegirla a ella en lugar de a Carlota; no era Elena la mejor de las dos, y aquel torneo requería precisamente a la mejor.
Conteniendo un nuevo resoplido, se concentró en espantar de su mente todos aquellos pensamientos negativos. No llegaría lejos si se aferraba tanto a ese pesimismo.
Se acercó al enorme ventanal que cubría la pared frontal y echó una ojeada rápida a la calle. Seguía nevando. Elena entreabrió los labios y soltó todo el aire de golpe, empañando el cristal con la calidez de su aliento. Sonrió, de igual forma que habría hecho una niña pequeña, y con el dedo índice dibujó en la ventana la inicial de su nombre.
Se mordió el labio y, sin borrar un ápice su sonrisa, volvió a girarse hacia la recepción del hotel.
Fue entonces cuando le vio por primera vez.
Sentado tan solo a un par de metros, con un ajedrez electrónico descansando sobre sus rodillas, también él tenía sus ojos fijos en ella.
Elena bajó la cabeza, azorada, y maldijo a Juanjo por tardar tanto en reunirse con ella. ¿Qué estaba haciendo? De sobra sabía su tío lo que le costaba desenvolverse por su cuenta.
De nuevo se situó de cara a la ventana, dándole la espalda al joven desconocido. En la calle dos niños peleaban con bolas de nieve, y por un momento consiguió transportarse hasta allí. Se acordó de su hermana, Carlota, y de cómo se entretenían con esas guerras cuando visitaban a su abuela en el pueblo.
Por un momento consiguió evadirse de la realidad.
Solo por un momento.
Un hormigueo en la nuca le indicó que él aún seguía con la vista fija en ella. Se ladeó con un cuidado excesivo y fingiendo interés en los diversos turistas que atiborraban el vestíbulo, le miró con disimulo.
Tenía el pelo de un color rojo intenso, peinado de tal forma que ni uno solo de sus rizos estaba fuera de lugar, y su piel, de tan pálida que era, parecía brillar bajo la luz de los fluorescentes. Sus ojos, oscilando entre el azul y el verde, resplandecían con un destello capaz de acaparar la atención de cualquiera que se detuviese a mirarlos.
No era guapo —o, al menos, no el tipo de hombre al que Elena llamaría guapo—, pero era innegable que poseía cierto atractivo.
El sillón en el que estaba sentado parecía demasiado pequeño para él, como si sus piernas fuesen más largas que el tamaño requerido por el asiento. Tenía brazos fuertes y manos grandes, de ese tipo de manos capaces de sostener todo lo que se propongan.
Tardó un par de minutos en apartar la vista de ellas. Se podía saber mucho de una persona gracias a sus manos, y era siempre en lo que Elena se fijaba primero. La forma de moverlas o de gesticular con ellas, su fuerza, su gracia… pequeños detalles que mostraban la personalidad incluso mejor que los propios ojos.
Las manos de aquel joven eran grandes, pero delicadas y elegantes. Tenía dedos largos, como de pianista, y su palidez les otorgaba un aire distinguido. Eran unas manos bonitas.
Elena apartó entonces la mirada con rapidez, dándose cuenta de que llevaba más tiempo del permitido mirándole fijamente, y fingió examinar un cuadro colgado en la pared opuesta a la del ventanal. Se colocó un mechón de su melena castaña por detrás de la oreja y volvió a mirar al pelirrojo por el rabillo del ojo. Sus mejillas se encendieron al comprobar que él seguía observándola con detenimiento. Su corazón pegó una pequeña sacudida y al momento lo sintió latir de forma desbocada. En un gesto involuntario, se llevó una mano al pecho. Las palpitaciones rebotaron contra su palma al mismo tiempo que los labios de él se curvaban en una sonrisa.
Ese gesto dejó a Elena sin aliento.
¿Por qué sonreía? ¿Acaso era capaz de escuchar sus latidos con la misma intensidad que ella? No quiso hacerlo, pero se ruborizó. Las mejillas le hormiguearon y a los dos segundos las sintió arder. Entreabrió los labios y exhaló un suspiro, preguntándose tontamente la razón de que sus nervios estuviesen tan a flor de piel.
—Es increíble lo que tardan en hacer un simple registro.
Esa voz, tan familiar y tan lejana al mismo tiempo, consiguió pinchar la burbuja que Elena había creado a su alrededor. Volvió a suspirar y cerró los ojos, tomándose el tiempo necesario hasta que sus manos dejaron de temblar.
—¿Elena? —la llamó Juanjo, ocultando la preocupación tras una sonrisa— ¿Te encuentras bien?
Ella asintió, mirándole por primera vez desde su aparición y aparentando calma.
—Estarás cansada del viaje, es lógico. —su tío rebuscó entre todos los papeles que sostenía y la entregó la tarjeta de la habitación— Ten, planta segunda, habitación 234.
Volvió a asentir, al igual que hubiese hecho un autómata, y recogió del suelo su maleta. ¿Cuándo la había posado?
Juanjo le pasó una mano por la espalda y la guió hacia el ascensor, como si temiese que se fuese a desfallecer en cualquier momento. Cuando, tras pulsar el botón de llamada, las puertas se abrieron, Elena buscó desesperadamente la mirada de aquel muchacho.
Seguía en el mismo sillón, aún con un destello de sonrisa asomando a sus labios, y mirando también hacia ella.
—Juanjo… —comenzó, dubitativa— ¿Quién es él?
Acompañó la pregunta con un gesto disimulado del brazo, indicándole a su tío la dirección correcta en la que mirar.
—Igor Vlasi. —contestó, con una sonrisa amistosa— Mañana competirás contra él.



Elena apretó los labios e intentó mirar hacia el tablero con algo de perspectiva, rogando para que las piezas le diesen la solución a la jugada.
Debía ser ya casi medianoche, pero tenía los nervios demasiado alterados como para pensar en dormir. No estaba preparada para competir oficialmente, por mucho que Juanjo pensase lo contrario.
Infló los mofletes y dejó salir el aire mediante un soplido. Estaba cansada. El ajedrez siempre producía ese efecto en ella, desde que era una niña. Le gustaba jugar, pero le gustaba hacerlo por ocio más que por obligación, y con Juanjo siempre se sentía obligada.
Cerró los ojos y dejó que sus ideas fluyesen libres por su cabeza. Necesitaba descansar la mente para poder pensar con claridad.
Igor Vlasi.
La intensidad con la que ese pensamiento se hizo paso a través de los otros la sorprendió. Respiró hondo, abrió los ojos, y fijó la vista de nuevo en el tablero. Incluso los trebejos parecían susurrarle cada una de las letras de ese nombre.
Y entonces, como por arte de magia, una mano salida de la nada realizó el movimiento que ella llevaba tanto rato intentando descifrar.
Elena alzó los ojos casi con miedo, sabiendo de antemano a quien se iba a encontrar frente a ella: Igor Vlasi.
Abrió la boca y emitió alguna frase carente de sentido.
Él sonrió y se sentó en el asiento que quedaba libre frente al tablero, colocando las piezas de nuevo en su lugar.
—¿Qui… quieres que juguemos? —preguntó, señalando con un gesto de la mano.
Igor contestó algo en un idioma que a Elena le sonó a ruso, aunque en toda su vida había escuchado a alguien hablar en ruso. Tomó su intervención por una afirmación y realizó el primer movimiento, más pendiente de los delicados gestos de Igor que de sus propias manos.
—Hace tiempo que no juego, así que no esperes demasiado de mí. Me enfadé con mi tío y estuve varios años alejada de todo.
Cuando Igor contraatacó, lo hizo pronunciando también su frase. Susurraba las palabras de tal forma que Elena se sintió envuelta por su voz. Una voz que, al igual que todo lo referente a él, era suave y cálida.
—Carlota es mejor que yo —continuó diciendo, tras sacudir la cabeza y fijar la vista de nuevo en el juego—. Además ella disfruta con las competiciones. Ha ganado algunas cuantas, a nivel nacional, y no demasiado importantes, pero está más preparada que yo para esto.
Él dijo algo, y por el tono empleado se pareció más una pregunta que una sentencia. Elena le contestó de igual forma que si hubiese entendido cada una de sus palabras.
—¿Carlota? Es mi hermana.
Frunció la frente y la miró con intensidad, al mismo tiempo que de entre sus labios se escapaba un «Carlota» pronunciado con un exagerado acento eslavo. Tardó varios segundos en comprender que intentaba saber su nombre.
—No —sonrió sin poder evitarlo—. Yo no soy Carlota, yo soy Elena.
—Elena… —repitió él, saboreando cada una de sus letras.
Entrecerró los ojos y dejó que sus labios volviesen a pronunciar el nombre, como si estuviese sopesándolo. Elena se mordió un dedo y lo miró con atención, esperando con la misma ansiedad con la que esperaría el veredicto de un jurado. Al cabo de unos segundos, cuando Igor curvó una sonrisa, ella consiguió al fin relajar los músculos. Fuese cual fuese la conclusión a la que había llegado, esta debía de ser buena si sonreía de esa forma.
Inclinó levemente el cuerpo hacia delante y posó una de sus enormes y pálidas manos sobre el pecho.
—Igor. — dijo, con un tono algo más grave del que había empleado para «Elena».
—Lo sé… —contestó ella, sin saber muy bien lo que decía.
Igor volvió a llamarla por nombre, y pronunció después unas palabras totalmente extrañas. Permaneció un instante en silencio, y al ver que Elena seguía inmóvil, señaló el tablero.
Pegó un leve respingo. Le tocaba mover ficha.
Emitió un suspiro disimulado al mismo tiempo que desviaba la vista hacia el juego. Le gustaba el acento con el que Igor pronunciaba su nombre. Lo hacía sonar diferente, como nunca antes lo había escuchado en boca de nadie. Hacía que pareciese único.
—Te toca. —le avisó después de terminar la jugada, sin mirar hacia él.
Se concentró en sus manos y en su voz. Parecía seguro de sí mismo, tanto en sus movimientos como en sus frases. No podía entender lo que decía, pero sabía que lo hacía sin ningún titubeo. Cuando se quiso dar cuenta, Elena se encontró totalmente atrapada por esa forma tan fascinante que tenía Igor de hablar.
Las horas pasaron y la noche se hizo menos noche. Terminaron la partida y comenzaron otra, siempre con esa conversación tan particular que habían establecido. Elena no podía comprender sus palabras, pero sentía que había algo que los unía a ambos. Un nexo invisible pero fuerte, algo que solamente ellos eran capaces de apreciar.
Hablaron de todo y de nada. Se confesaron secretos, miedos, sueños… crearon un mundo propio. Un lugar de ellos y de nadie más, un sitio en el que Elena imaginó que no existían los idiomas ni los países. No importaba de qué forma hablasen, ellos sabrían perfectamente lo que se estaban diciendo.
Elena, Elena, Elena...
Cada dos por tres Igor repetía su nombre, deleitándose con cada letra, como si temiese olvidar su sonido. Y ella no podía hacer más que sonreír, porque podría pasar horas escuchando «Elena» de sus labios.
—¿Nunca te has cansado de todo esto? —le preguntó, después de haber terminado la segunda partida.
Igor la miró desde el suelo, expectante. Se había tumbado sobre la moqueta de tal forma que la cabeza quedaba a los pies de una de los enormes ventanales, y parecía esperar con ansia a que la voz de Elena sonase de nuevo. Ella se tendió a su lado y fijó los ojos en las estrellas que aún perduraban en el cielo.
—Siempre me cansó este juego —continuó diciendo, sintiendo la mirada de Igor clavada en su perfil—. Cuando Carlota y yo éramos pequeñas, solíamos esperar a que mamá saliese de trabajar con Juanjo, merendando o haciendo los deberes en su casa. Yo fui la primera de las dos en mostrar interés por el ajedrez. Mi tío pasaba las horas sentado frente a un tablero, sin hacernos más caso del necesario, y un día descubrí que las piezas ejercían sobre mí una extraña fascinación. Él no tardó demasiado en darse cuenta de mi afición, y se empeñó en que, tanto Carlota como yo, tomásemos clases. Pasó el tiempo, y mientras que el interés de mi hermana aumentaba día a día, el mío permanecía siempre estancado. —tragó saliva y se permitió unos segundos antes de continuar con su historia. Era la primera vez que Elena expresaba en voz alta esos sentimientos, y la calma que estaba experimentando la sorprendió—. Recuerdo el día de mi primera competición, la primera importante, quiero decir. Tenía diecisiete años, y apenas dos horas antes del evento, me asusté. Apareció ante mis ojos la imagen de Juanjo y la vida que mi tío llevaba. Vivía por y para el ajedrez, y Carlota parecía seguir su mismo camino. Pero yo era diferente… yo quería algo más.
Dejó que el volumen de su voz se fuese apagando y se perdió en los recuerdos. Elena quería algo más, y por eso se marchó. Se alejó del ajedrez, de Juanjo, de su hermana y hasta de su madre.
Miró a Igor y comprendió que en él había encontrado eso que con tantas ansias había estado buscando. Le sonrió y él hizo algo totalmente inesperado: alargó una mano y acarició la mejilla de Elena, atrapando entre sus dedos una lágrima furtiva.
Cerró los ojos y por un momento contuvo el aliento. Igor se entretuvo varios segundos con la palma apoyada contra su rostro, deslizándola de forma lenta hacía la mandíbula y el cuello. Su contacto era electrizante, frío y cálido al mismo tiempo. Un estremecimiento recorrió su espalda y un suspiro se escapó de entre sus labios.
—Elena. —susurró él, esta vez con un cariz diferente, casi con urgencia.
Ella abrió los párpados y volvió a clavar sus ojos en los de Igor, los cuales se encontraban ahora a pocos centímetros de los suyos.
—Háblame —le pidió—, necesito escuchar tu voz.
Y de igual forma que si pudiese comprender sus palabras, Igor comenzó a hablar. Apartó la caricia del cuello y buscó a tientas la mano de Elena. Ella entrelazó los dedos y dejó que su voz la envolviese una vez más. Viajó de nuevo hasta ese mundo propio, hasta ese lugar en el que él hablaba exclusivamente para ella. Elena acurrucó la cabeza contra el hombro de Igor y así, imaginando un idioma único para ellos, se dejó vencer por el sueño.




Una sala llena de gente, una mano inmóvil sobre el tablero.
Una sonrisa cómplice que solamente ellos comprenden.
Él busca sus ojos e intercambian una nueva mirada, una mirada que a ella le dice más que todas las palabras del mundo.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El último adiós

El sol brillaba con fuerza cuando Matilde atravesó el jardín la tarde de aquel jueves. Se había peinado el cabello encanecido en un moño sobrio y tirante, había aplicado algo de carmín en sus labios y se había vestido con la única ropa negra que albergaba su armario, guardando un luto que nadie le había pedido que llevase.
Aún con el pedazo de papel arrancado del periódico bajo sus dedos, comenzó a ascender ladera arriba. Le pesaban los pies y la fatiga amenazaba con interferir en su respiración, pero no por eso cesó sus pasos. No era el paseo el responsable de ese agotamiento. Dirigió una mirada a su mano y contuvo el aliento. Palabras impresas con tinta negra que se le antojaban irreales a sus ojos. No podía ni quería creerlo.
Se detuvo al llegar a lo alto de la colina y miró a su alrededor con una mezcla de añoranza y asombro. Nada parecía haber cambiado en el paisaje desde aquel lejano 1956.
Avanzó dos metros más y se sentó a los pies del árbol que tantas veces les había servido de refugio en el pasado, con las olas rompiendo contra el acantilado como sonido de fondo. Cerró los ojos y apretó contra su pecho la vieja lata de galletas que había llevado consigo. Los recuerdos en ella guardados, tan bien escondidos durante años en un armario bajo llave, luchaban inquietos por abrirse paso a la realidad.
Levantó la tapa, sintiendo el corazón en un puño, y echó un vistazo rápido al interior antes de permitirse llegar a más. Allí había cartas, alguna foto, un espejo ajado y un reloj sin cuerda, había sueños truncados y esperanzas fallidas, y había una joven enamorada e ingenua que había esperado durante años un final de cuento de hadas que nunca llegó.
Metió la mano en la lata y rebuscó hasta encontrar una vieja fotografía en blanco y negro. Rodrigo le sonrió a través del papel y del tiempo, provocando que un escalofrío entrecortase su respiración. No necesitó cerrar los ojos para recordar el contacto de sus caricias o la sensación de sus labios rozándole el cuello.
Colocó el retrato en el suelo, junto con el recorte del periódico. La imagen de un Rodrigo adulto y desconocido la desafió desde la página del diario. Sus ojos eran duros, distantes, muy diferentes a la mirada cálida del joven que Matilde recordaba. ¿Qué había sido de él? Quizás se hubiese perdido con ella, encerrados ambos en esa lata de galletas que guardaba toda su historia.
Dejó escapar un leve suspiro y aferró una de las cartas al azar. El papel, de un tono amarillento debido al paso de los años, desprendía un olor húmedo, terroso. Las hojas estaban ásperas y polvorientas, con manchones de tinta en forma de lágrimas secas.
No había planeado volver a leer aquellas líneas que tan a fuego se habían grabado en su memoria, pero no pudo hacer nada cuando sus ojos, ansiosos, se deslizaron por la caligrafía impecable de Rodrigo.

Querida Matilde:
Debes saber que eres la responsable de la sonrisa que tengo grabada en la cara desde ayer por la tarde. Tuve una visita de Alfonso, ¿en serio tuvo la poca decencia de pedirte una cita? Me contó todo con pelos y señales, el muy bribón, y ya me dijo que a punto estuviste de derramarle por la cabeza la taza de café que te estabas tomando. Me hubiera encantado presenciar el momento. Pobre Fonsín… dice que quería animarte porque te veía mustia.
No te me estarás apochando, ¿verdad? Mira que yo estoy muy bien. No me matan de hambre y la compañía es interesante, ¿qué más se puede pedir?
Además, ya sabes que no estaré más de un par de meses aquí encerrado. El hipócrita de mi padre ya estará moviendo sus hilos para librarse de la vergüenza que le produce tener un hijo encarcelado.
Me gusta este lugar, en serio. Quizás te parezca absurdo o me creas un loco (siempre has sido y serás más cuerda que yo), pero me está sirviendo de mucho convivir con personas tan variopintas. No todo está perdido, cariño, aún hay esperanza. Somos muchos los que estamos aquí por gritarle al mundo nuestros ideales, y llegará un momento en el que no nos podrán callar más. ¡No pongas esa cara! Te conozco y sé que estarás frunciendo el ceño (con esa arruguita que tanto me gusta) al leer esto, pero es que es la pura verdad. Hay algo impregnado en las paredes de esta cárcel mugrienta que me hace tener esperanzas.
Tú no te preocupes por mí y no pienses en esto, que sé que no te gusta jugar con asuntos políticos. Sonríe, mi vida, sonríe y demuéstrales a todos lo fuertes que somos. No dejes que nada ni nadie (ni siquiera mis padres) te amarguen, porque tu sonrisa es lo único que este mundo no debe perderse.
¿Recuerdas la foto que me regalaste? La llevo siempre conmigo, en el bolsillo trasero de mi pantalón, y cada noche me duermo mirándote. Nada malo puede pasar si estoy mirando tu retrato. Eso sí, ¿cuántos años tienes en esa fotografía? ¡Santo Dios, no debes pasar los 13! Temo que cualquier día me descubran con ella y me tachen de perturbado. Te prometo algo, cuando salga de aquí te buscaré y te llevaré a que retraten de nuevo. Necesito una fotografía actual que me…


Apartó la mirada con brusquedad. Jamás hubo ninguna nueva fotografía.
Le esperó durante años, le esperó incluso cuando comenzaron a devolver sus cartas aun sin haberlas abierto. Subía cada tarde a aquella colina, se sentaba bajo ese mismo árbol y esperaba, confiando en que él regresaría a buscarla. Ni siquiera desesperó cuando alguien dijo algo sobre un traslado a Francia. Rodrigo regresaría, siempre estuvo segura de ello.
Pero pasaron las semanas, los meses, y sus esperanzas cada vez parecían más irreales. Francia cada vez estaba más lejos y Matilde empezaba a perder las ganas de luchar. No derrochó ni una sola lágrima. Era joven y orgullosa, y cuando comprendió que Rodrigo quizás se hubiese marchado para siempre, no quiso regalarle su pena.
Hubo un momento en el que temió volverse loca.
Miró ahora hacia el cielo en busca de unas nubes inexistentes, deseosa de que el tiempo acompañase a su estado de ánimo. Habían pasado cerca de cincuenta años, tiempo suficiente para deshacerse de ese rencor juvenil, y estaba dispuesta a llorar por él. Necesitaba llorar por Rodrigo, por ese primer amor al que nunca había dicho adiós.
El recorte del periódico atrajo de nuevo su atención. La fotografía en blanco y negro que coronaba la esquela parecía burlarse de ella, exigiéndole unas lágrimas que hacía décadas que se debían haber secado.
¡Estúpido revolucionario cobarde! Le sobraba valor para luchar por sus ideales, pero apenas se atrevió nunca a levantar los ojos del suelo en presencia de su padre. Jamás tuvo el valor de enfrentarlo. Cuando él hablaba, Rodrigo se limitaba a acatar sus órdenes. Y sin duda alguna, Francia había sido una de esas órdenes.
Matilde se puso en pie sobrecogida, mareada en medio del torrente de recuerdos que la sobrevino de pronto. Cerró levemente los ojos y dejó que las imágenes viajasen a través de su memoria. Se vio al amparo de ese árbol recibiendo su primer beso, se vio riendo junto a un joven de pelo rebelde y ojos pardos, se vio compartiendo sueños e ilusiones, se vio llorando sobre unas cartas que contenían palabras cargadas de esperanza y se vio vestida de negro, con el rostro desencajado y con una lata repleta de amargura.
Había querido a Rodrigo más que a nada en el mundo, con la inocencia de quien aún no ha sufrido por amor y con la pasión de quien ama por primera vez. Se había aferrado a esos sentimientos y los había llevado consigo a lo largo de toda su vida, frenándose la posibilidad de ser feliz.
Se sujetó con fuerza en el áspero tronco del árbol, temerosa de que las piernas le flaqueasen. Aguardó a que su corazón recobrase el ritmo normal y recogió del suelo la carta, el retrato y la esquela, obviando el resto de recuerdos que aún escondía la caja. Estaba harta, cansada de llevar esa vida mediocre e incompleta que ella misma se había impuesto.
Había llegado el momento de decir adiós.
Matilde avanzó hasta el borde del acantilado, poniendo cuidado en no tropezar, y se desprendió de cualquier atadura con el pasado. Los papeles salieron volando en el mismo instante en el que los soltó, impulsados hacia el mar por el viento del norte.
Se obligó a forzar una sonrisa, aún con cierto deje amargo en su expresión, y los observó hasta perderlos de vista, sintiéndose libre por primera vez en mucho tiempo.