miércoles, 17 de marzo de 2010

El último adiós

El sol brillaba con fuerza cuando Matilde atravesó el jardín la tarde de aquel jueves. Se había peinado el cabello encanecido en un moño sobrio y tirante, había aplicado algo de carmín en sus labios y se había vestido con la única ropa negra que albergaba su armario, guardando un luto que nadie le había pedido que llevase.
Aún con el pedazo de papel arrancado del periódico bajo sus dedos, comenzó a ascender ladera arriba. Le pesaban los pies y la fatiga amenazaba con interferir en su respiración, pero no por eso cesó sus pasos. No era el paseo el responsable de ese agotamiento. Dirigió una mirada a su mano y contuvo el aliento. Palabras impresas con tinta negra que se le antojaban irreales a sus ojos. No podía ni quería creerlo.
Se detuvo al llegar a lo alto de la colina y miró a su alrededor con una mezcla de añoranza y asombro. Nada parecía haber cambiado en el paisaje desde aquel lejano 1956.
Avanzó dos metros más y se sentó a los pies del árbol que tantas veces les había servido de refugio en el pasado, con las olas rompiendo contra el acantilado como sonido de fondo. Cerró los ojos y apretó contra su pecho la vieja lata de galletas que había llevado consigo. Los recuerdos en ella guardados, tan bien escondidos durante años en un armario bajo llave, luchaban inquietos por abrirse paso a la realidad.
Levantó la tapa, sintiendo el corazón en un puño, y echó un vistazo rápido al interior antes de permitirse llegar a más. Allí había cartas, alguna foto, un espejo ajado y un reloj sin cuerda, había sueños truncados y esperanzas fallidas, y había una joven enamorada e ingenua que había esperado durante años un final de cuento de hadas que nunca llegó.
Metió la mano en la lata y rebuscó hasta encontrar una vieja fotografía en blanco y negro. Rodrigo le sonrió a través del papel y del tiempo, provocando que un escalofrío entrecortase su respiración. No necesitó cerrar los ojos para recordar el contacto de sus caricias o la sensación de sus labios rozándole el cuello.
Colocó el retrato en el suelo, junto con el recorte del periódico. La imagen de un Rodrigo adulto y desconocido la desafió desde la página del diario. Sus ojos eran duros, distantes, muy diferentes a la mirada cálida del joven que Matilde recordaba. ¿Qué había sido de él? Quizás se hubiese perdido con ella, encerrados ambos en esa lata de galletas que guardaba toda su historia.
Dejó escapar un leve suspiro y aferró una de las cartas al azar. El papel, de un tono amarillento debido al paso de los años, desprendía un olor húmedo, terroso. Las hojas estaban ásperas y polvorientas, con manchones de tinta en forma de lágrimas secas.
No había planeado volver a leer aquellas líneas que tan a fuego se habían grabado en su memoria, pero no pudo hacer nada cuando sus ojos, ansiosos, se deslizaron por la caligrafía impecable de Rodrigo.

Querida Matilde:
Debes saber que eres la responsable de la sonrisa que tengo grabada en la cara desde ayer por la tarde. Tuve una visita de Alfonso, ¿en serio tuvo la poca decencia de pedirte una cita? Me contó todo con pelos y señales, el muy bribón, y ya me dijo que a punto estuviste de derramarle por la cabeza la taza de café que te estabas tomando. Me hubiera encantado presenciar el momento. Pobre Fonsín… dice que quería animarte porque te veía mustia.
No te me estarás apochando, ¿verdad? Mira que yo estoy muy bien. No me matan de hambre y la compañía es interesante, ¿qué más se puede pedir?
Además, ya sabes que no estaré más de un par de meses aquí encerrado. El hipócrita de mi padre ya estará moviendo sus hilos para librarse de la vergüenza que le produce tener un hijo encarcelado.
Me gusta este lugar, en serio. Quizás te parezca absurdo o me creas un loco (siempre has sido y serás más cuerda que yo), pero me está sirviendo de mucho convivir con personas tan variopintas. No todo está perdido, cariño, aún hay esperanza. Somos muchos los que estamos aquí por gritarle al mundo nuestros ideales, y llegará un momento en el que no nos podrán callar más. ¡No pongas esa cara! Te conozco y sé que estarás frunciendo el ceño (con esa arruguita que tanto me gusta) al leer esto, pero es que es la pura verdad. Hay algo impregnado en las paredes de esta cárcel mugrienta que me hace tener esperanzas.
Tú no te preocupes por mí y no pienses en esto, que sé que no te gusta jugar con asuntos políticos. Sonríe, mi vida, sonríe y demuéstrales a todos lo fuertes que somos. No dejes que nada ni nadie (ni siquiera mis padres) te amarguen, porque tu sonrisa es lo único que este mundo no debe perderse.
¿Recuerdas la foto que me regalaste? La llevo siempre conmigo, en el bolsillo trasero de mi pantalón, y cada noche me duermo mirándote. Nada malo puede pasar si estoy mirando tu retrato. Eso sí, ¿cuántos años tienes en esa fotografía? ¡Santo Dios, no debes pasar los 13! Temo que cualquier día me descubran con ella y me tachen de perturbado. Te prometo algo, cuando salga de aquí te buscaré y te llevaré a que retraten de nuevo. Necesito una fotografía actual que me…


Apartó la mirada con brusquedad. Jamás hubo ninguna nueva fotografía.
Le esperó durante años, le esperó incluso cuando comenzaron a devolver sus cartas aun sin haberlas abierto. Subía cada tarde a aquella colina, se sentaba bajo ese mismo árbol y esperaba, confiando en que él regresaría a buscarla. Ni siquiera desesperó cuando alguien dijo algo sobre un traslado a Francia. Rodrigo regresaría, siempre estuvo segura de ello.
Pero pasaron las semanas, los meses, y sus esperanzas cada vez parecían más irreales. Francia cada vez estaba más lejos y Matilde empezaba a perder las ganas de luchar. No derrochó ni una sola lágrima. Era joven y orgullosa, y cuando comprendió que Rodrigo quizás se hubiese marchado para siempre, no quiso regalarle su pena.
Hubo un momento en el que temió volverse loca.
Miró ahora hacia el cielo en busca de unas nubes inexistentes, deseosa de que el tiempo acompañase a su estado de ánimo. Habían pasado cerca de cincuenta años, tiempo suficiente para deshacerse de ese rencor juvenil, y estaba dispuesta a llorar por él. Necesitaba llorar por Rodrigo, por ese primer amor al que nunca había dicho adiós.
El recorte del periódico atrajo de nuevo su atención. La fotografía en blanco y negro que coronaba la esquela parecía burlarse de ella, exigiéndole unas lágrimas que hacía décadas que se debían haber secado.
¡Estúpido revolucionario cobarde! Le sobraba valor para luchar por sus ideales, pero apenas se atrevió nunca a levantar los ojos del suelo en presencia de su padre. Jamás tuvo el valor de enfrentarlo. Cuando él hablaba, Rodrigo se limitaba a acatar sus órdenes. Y sin duda alguna, Francia había sido una de esas órdenes.
Matilde se puso en pie sobrecogida, mareada en medio del torrente de recuerdos que la sobrevino de pronto. Cerró levemente los ojos y dejó que las imágenes viajasen a través de su memoria. Se vio al amparo de ese árbol recibiendo su primer beso, se vio riendo junto a un joven de pelo rebelde y ojos pardos, se vio compartiendo sueños e ilusiones, se vio llorando sobre unas cartas que contenían palabras cargadas de esperanza y se vio vestida de negro, con el rostro desencajado y con una lata repleta de amargura.
Había querido a Rodrigo más que a nada en el mundo, con la inocencia de quien aún no ha sufrido por amor y con la pasión de quien ama por primera vez. Se había aferrado a esos sentimientos y los había llevado consigo a lo largo de toda su vida, frenándose la posibilidad de ser feliz.
Se sujetó con fuerza en el áspero tronco del árbol, temerosa de que las piernas le flaqueasen. Aguardó a que su corazón recobrase el ritmo normal y recogió del suelo la carta, el retrato y la esquela, obviando el resto de recuerdos que aún escondía la caja. Estaba harta, cansada de llevar esa vida mediocre e incompleta que ella misma se había impuesto.
Había llegado el momento de decir adiós.
Matilde avanzó hasta el borde del acantilado, poniendo cuidado en no tropezar, y se desprendió de cualquier atadura con el pasado. Los papeles salieron volando en el mismo instante en el que los soltó, impulsados hacia el mar por el viento del norte.
Se obligó a forzar una sonrisa, aún con cierto deje amargo en su expresión, y los observó hasta perderlos de vista, sintiéndose libre por primera vez en mucho tiempo.

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